María

«¡Salve, llena de gracia! El Señor está contigo». Pero ella se turbó mucho al oír estas palabras y se preguntaba qué clase de saludo sería aquel. Entonces el ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». (Lucas 1:28-33)

María es la más grande entre los santos. En la Anunciación, María dijo «sí» a Dios y se convirtió en la Madre de Jesús, el Hijo eterno de Dios encarnado. Creemos en la Inmaculada Concepción de María (que estuvo sin pecado desde el momento de su concepción y permaneció llena de gracia por la obra salvadora del Hijo que iba a dar a luz) y que, debido a su estado de pureza, fue asunta corporalmente al cielo. La Iglesia también enseña que María es siempre virgen, antes y después del nacimiento de Jesús.


María abrazó su vocación de ser colaboradora de Dios en la obra de redención. María es la madre de Jesús, quien es Dios. Jesús la hizo sin pecado desde el primer instante de su existencia en el vientre materno debido al papel singular que desempeñaría en nuestra salvación. Ninguna otra persona humana ofrece un vínculo tan vital y directo con la venida de Cristo. El Magnificat, o Cántico de María, es el texto más extenso pronunciado por una mujer en el Nuevo Testamento.


Rezamos a María mediante oraciones tradicionales como el Ave María y el rosario, así como mediante oraciones de intercesión en voz alta.